No somos los rescatistas, pero sí los que le siguen; siempre que a los residentes les permitan regresar a las áreas afectadas, estamos allí para ofrecerles atención espiritual mientras comienzan a evaluar lo que les ocurrió.
Un evento adverso, cualquiera sea su magnitud, provoca una situación de crisis en quienes se ven afectados por él.
Algunas de las principales causas de vulnerabilidad y sufrimientos en las situaciones de desastre se derivan de los complejos efectos emocionales, sociales, físicos y espirituales que producen los desastres. Muchas de esas reacciones son normales y pueden superarse con el tiempo. Es esencial organizar mecanismos de apoyo psicosocial y de salud mental apropiados a las circunstancias locales que promuevan la autoayuda, la capacidad de hacer frente a la adversidad y la resiliencia entre las personas afectadas.
Se debe prestar ayuda a las personas afectadas de manera compasiva, que promueva su sentimiento de dignidad, fomente su confianza en su propia capacidad ofreciéndoles una oportunidad de participación efectiva, respete la importancia de sus prácticas religiosas y culturales, y fortalezca su capacidad para contribuir al bienestar general4.
Nuestro acompañamiento hacia quienes resultan afectados por un evento adverso, debe ser afectivo, es decir, empático hacia la persona, basado en sus derechos y necesidades y promocionándole en tanto ser humano, pero también debe ser efectivo, que busque satisfacer apropiadamente sus necesidades, acorde a estándares mínimos de respuesta humanitaria.
En este proceso de acompañamiento, se deberá velar “que no se ejerza ningún tipo de violencia ni de coerción contra las personas y que no se las prive deliberadamente de los medios necesarios para subsistir dignamente”5.
Se deberá elaborar un documento que contenga las orientaciones para el acompañamiento en situaciones de crisis humanitarias que considere aspectos espirituales, psicológicos y sociales.